SAN JUAN.- La batalla simbólica está más que decidida. Las librerías de Puerto Rico están llenas de títulos sobre colonialismo, descolonización, guerra sucia del Estado, traiciones, independencia...
-¿Cuántos libros les llegan que tengan un enfoque anexionista?
-Ninguno. Bueno, casi ninguno- contesta Luis Javier González, el librero de la Norberto González.
En el Congreso del Idioma Español que se celebró el mes pasado en San Juan estaba lleno de flecos que remiten a la situación política del Estado Libre Asociado:
a su crisis financiera, a su confusa formulación política y al deseo de
independencia de una parte de la sociedad puertorriqueña. ¿Una parte
que crece?
El discurso del Rey Felipe en la apertura del Congreso fue interrumpido por un hombre que exigió a gritos la liberación de Óscar López Rivera,
un antiguo guerrillero independentista que lleva en la cárcel desde
1982 sin que pesen sobre él delitos de sangre. Nadie movió un dedo
contra el activista, que recibió una ovación de público. Al poco, los
periodistas españoles supimos que eso de interrumpir los actos oficiales
con un recuerdo a López Blanco es una tradición en la isla, una obra colectiva en la que los voceros se van dando relevos. "La relación con Estados Unidos es la obsesión, el tema único con
el que tenemos que tenemos que convivir los puertorriqueños desde hace
un siglo", cuenta el escritor puertorriqueño Luis Rafael Sánchez.
Es difícil sintetizar la lista de agravios contra Estados Unidos, pero está claro que la historia comienza con la Jones Act,
una ley de 1920 que prohíbe que ningún barco que tenga una bandera
diferente a la estadounidense introduzca bienes en la isla. Muchos
puertorriqueños creen que la norma, lo que ellos llaman la Ley del Cabotaje,
explica casi todos los males de la isla: desde los altos precios de
casi cualquier producto (menos la gasolina), hasta la obesidad infantil.
Las frutas y las verduras son escasas y caras en los supermercados de
San Juan.
Hay más: las industrias farmacéuticas y armamentísticas,
muy contaminantes, están instaladas en Puerto Rico, pero su riqueza no
se queda en la isla. Las bases militares ocupan cantidades enormes de
suelo productivo. Persiste el recuerdo de la guerra sucia contra el
movimiento nacionalista durante la Guerra Fría y el sacrificio humano de
la Guerra de Vietnam, donde gran parte de la tropa era
puertorriqueña. Y está el problema de la fuga de cerebros: Estados
Unidos ha encontrado, durante décadas una gran masa de mano de obra
barata en la isla. Hoy, son los puertorriqueños educados, los
profesionales cualificados, los que se van al norte. La ausencia de
médicos especializados, por ejemplo, es un problema grave.
Y ahora, además, la quiebra. Muy en resumen: el Estado de Puerto Rico ha reconocido una deuda pública de 73.000 millones de dólares
y ya no tiene capacidad de emitir deuda pública. Como ocurre en Europa
con Grecia, la Unión se ha prestado a pagar a cambio de imponer unas
condiciones que aún no están claras. Los nacionalistas creen que, en
este contexto, ha llegado su hora.
El estado del bienestar
O
no. Todos los argumentos del movimiento nacionalista se topan con la
realidad, muy cómoda, de millones de puertorriqueños que disfrutan de un
estado del bienestar inimaginable incluso en Europa:
ayudas a la alimentación, sanidad pública, enormes programas de vivienda
pública (una de cada cuatro casas son cosa del Estado, que también pone
la electricidad, el aire acondicionado y el wifi), ayudas al
desempleo... Lo que los puertorriqueños llaman el mantengo. Y
eso lo han pagado, en gran medida, los vecinos del norte. La renta per
cápita de los puertorriqueños (28.529 dolares) es seis veces más alta
que la de los dominicanos, por ejemplo, aunque también es un poco más
baja que la del estado más pobre de la unión, Mississippi (28,944
dólares).
Y eso, además del pasaporte: si millones de personas de
todo el mundo sueñan con una Green Card, ¿a quién le extraña que muchos
puertorriqueños quieran conservar su pasaporte de los Estados Unidos? Aunque después compartan los valores del nacionalismo.
En
Puerto Rico, dos partidos se turnan en el poder: el Partido Nuevo
Progresista, conservador, partidario de una integración plena en los
Estados Unidos, y el Partido Popular Democrático, el equivalente de los
Demócratas de Estados Unidos, en el que caben tanto los partidarios de
mantener el statu quo como sectores que no renuncian a la independencia. Los partidos secesionistas son, hasta ahora, insignificantes.
En noviembre, coincidiendo con las elecciones estadounidenses, los puertorriqueños elegirán nuevo gobernador. El popular Alberto Padilla, ahora en el cargo, ha renunciado a la reelección. El candidato del partido será David Bernier,
antiguo presidente del Comité Olímpico Puertorriqueño, que, por cierto
es un viejo símbolo del soberanismo. Se le supone más partidario de la
autonomía respecto a EEUU. Entre los conservadores, la expectativa era
tomar el viento a favor de la candidatura de Marco Rubio en los States para avanzar en el proyecto de la integración plena. Donald Trump ya se los llevó por delante.
Gane
quien gane, el horizonte aparece un nuevo referéndum que pregunte a los
puertorriqueños qué futuro quieren en relación con sus vecinos. En 2012
ya hubo una consulta mal redactada y llena de ambigüedades que no sirvió para nada.
(*) Periodista
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