La actitud de Rusia hacia Occidente se ha modificado de forma radical
y ha pasado de la amistad a la hostilidad. Ese giro ha sido
especialmente brusco en relación con Europa. Al
mismo tiempo, Rusia ha
abandonado las tradicionales reglas de juego internacionales y utiliza
ahora instrumentos ilícitos novedosos. Europa puede esperar todo tipo de
trucos sucios y debe enfrentarse a esa nueva Rusia delincuente con sus
fortalezas, la economía y la apertura.
En las últimas tres décadas, Rusia ha cambiado con rapidez, en
un sentido y en otro. La política exterior de la Rusia de Vladímir
Putin se parece difusamente a la de la Unión Soviética de Leonid
Brézhnev; sin embargo, en la década de 1990, fue un país muy diferente,
abierto y libre. La Rusia de Yeltsin aspiraba a la integración con
Occidente. Rusia lo intentó, pero era demasiado grande para sus vecinos
europeos, y la Unión Europea no tenía nada que ofrecer.
En un principio, incluso Putin adoptó un punto de vista positivo
acerca de la OTAN. En el 2000, declaró: “No veo razón alguna para que no
quepa desarrollar más la cooperación entre Rusia y la OTAN”. Ahora
bien, como observó Strobe Talbott, antiguo subsecretario de Estado de
Estados Unidos: “Rusia quería unirse a Occidente, pero en unos términos
que fueran más respetuosos con los intereses y las inquietudes
nacionales de Rusia”. Putin obra según una Realpolitik extrema, mientras
que Europa insiste en ciertos valores.
La revolución naranja ocurrida en Ucrania en noviembre-diciembre del
2004 hizo que Putin cambiara de actitud con respecto a Occidente.
Percibió esos acontecimientos como un ataque a su poder por parte de
Estados Unidos y Europa: “Nuestros socios europeos y estadounidenses
decidieron respaldar la revolución naranja incluso contra la
Constitución”. En un famoso discurso pronunciado en Munich en febrero
del 2007, manifestó su sentimiento antiestadounidense: “Somos testigos
hoy de un hiperuso no contenido de la fuerza –la fuerza militar– en las
relaciones internacionales... Un Estado y, por supuesto, ante todo,
Estados Unidos, ha sobrepasado sus límites nacionales en todos los
sentidos”.
El comunicado de la cumbre de la OTAN celebrada en Bucarest en abril del
2008 declaró audazmente: “La OTAN saluda las aspiraciones
euroatlánticas de Ucrania y Georgia a adherirse a la OTAN. Hemos
acordado hoy que esos países se conviertan en miembros de la OTAN”.
Aunque la OTAN no hizo nada para hacer creíble ese compromiso, Putin lo
percibió como un casus belli.
En agosto del 2008, Rusia y Georgia combatieron en una guerra de
cinco días. Rusia reforzó su dominio sobre las dos regiones autónomas de
Abjasia y Osetia del Sur y amplió ligeramente sus territorios. A
continuación, reconoció unilateralmente esos pequeños territorios
georgianos como estados independientes. La excusa rusa fue que Kosovo se
había declarado independiente en febrero del 2008. La guerra con
Georgia desató el fervor patriótico en Rusia y disparó la popularidad de
Putin hasta un nuevo récord de un 88%, según la empresa demoscópica
independiente Levada Center.
El conflicto de Ucrania
En el 2009, la Unión Europea lanzó la Asociación Oriental,
dirigida a las seis antiguas repúblicas soviéticas europeas. En el 2013,
la Unión Europea se dispuso a firmar acuerdos de Asociación, incluidos
acuerdos de Libre Comercio Completo y Profundo, con Ucrania, Moldavia y
Georgia. Hasta ese momento, Rusia había considerado la Unión Europea
como un irrelevante tigre de papel (a diferencia de la OTAN), pero en
junio del 2013 empezó de pronto a percibir esos acuerdos como una
amenaza mayor. En septiembre del 2013, Putin convenció al presidente
armenio Serzh Sargsián para que abandonara su acuerdo de Asociación con
la Unión Europea. A continuación, se centró en Ucrania.
A partir de julio del 2013, Moscú llevó a cabo una intensa política
de intimidación contra Ucrania, imponiendo duras sanciones comerciales a
los empresarios ucranianos europeístas y presionando al presidente
prorruso Víktor Yanukóvich. Después de que el Gobierno de Yanukóvich
declarara que no firmaría el acuerdo de Asociación, estallaron en Kiev
protestas a gran escala, el euromaidán, igual que en el 2004, en una
repetición de la peor pesadilla de Putin; sin embargo, en esa ocasión,
Putin estaba preparado.
Ofreció a Yanukóvich gas barato y créditos abundantes en condiciones
aparentemente ventajosas. Yanukóvich intentó imponer leyes autoritarias,
pero las protestas masivas continuaron. En enero y febrero, Yanukóvich
ordenó a las fuerzas especiales de la policía que dispararan contra los
manifestantes, tras lo cual hubo un centenar de muertos; sin embargo, la
reacción política fue que dos tercios de los parlamentarios ucranianos
se volvieron en contra del presidente y lo destituyeron de modo sumario
después de que huyera del país el 22 de febrero de 2014, y el Parlamento
instaló un nuevo Gobierno democrático.
El 27 de febrero, fuerzas especiales rusas sin identificación
tomaron por sorpresa el Parlamento regional de Simferopol, la capital de
Crimea, y en el plazo de unos pocos días ocuparon toda la península sin
derramamiento alguno de sangre. El 18 de marzo, el Parlamento ruso se
anexionó Crimea violando con ello toda una serie de acuerdos
interna-cionales. La opinión pública rusa se mostró exultante. De nuevo,
un 88% de los rusos respaldó a Putin, según el Leva-da Center.
Dio entonces la impresión de que, por medio de pequeñas guerras
victoriosas, Putin había dado con el modo de mantener su popularidad
personal y de mantener también a los rusos tranquilos. El truco
consistía en lograr que las guerras fueran pequeñas y victoriosas, de
forma que Rusia pudiera asumir sus costes. Con ello, Putin esperaba
evitar reformas económicas de mercado que interfirieran con su corrupto
Gobierno.
Sin embargo, la euforia del Kremlin por la posesión de Crimea llevó a
Moscú a un error de precipitación. En abril-mayo del 2014, intentó
instigar alzamientos en la mitad meridional y oriental de Ucrania con
predominio de la población rusófona, pero fracasó. La revuelta sólo tuvo
éxito en algunas partes de las dos regiones más orientales de Donetsk y
Lugansk, y exige un gran despliegue permanente de tropas equipadas y
dirigidas por militares rusos. Esa guerra no ha sido pequeña ni
victoriosa, ni tampoco popular en Rusia.
PIB estancado
Desde el 2009, el PIB ruso permanece casi estancado con un
crecimiento medio en torno al 0,5% anual. El Kremlin ya no puede
justificar su represión con un aumento del nivel de vida. Los ingresos
disponibles reales han caído en un 17% en el quinquenio 2014-2018. Rusia
se enfrenta a unos fuertes recortes presupuestarios. El PIB ruso en
dólares corrientes es de 1,5 billones aproximadamente, mientras que el
de la Unión Europea supera los 20 billones.
Las guerras de Georgia y Ucrania muestran la nueva dirección de la
política exterior rusa, cada vez más audaz o arriesgada. Putin se dedica
a edificar su legitimidad sobre la movilización patriótica. El Kremlin
ha abandonado las viejas reglas de la guerra. Se adentra en los ámbitos
de la ciberguerra (iniciada en Estonia en el 2007) y la manipulación de
las redes sociales (con gran éxito en la elección de Trump). También
recurre a viejos métodos soviéticos, como la desinformación y los
asesinatos. Sin embargo, el método más importante probablemente sea la
corrupción de altos funcionarios.
La doctrina Guerásimov
Todas esas tácticas pueden resumirse en la doctrina
Guerásimov. Tras el inicio de la guerra con Ucrania, un artículo
publicado un año antes por Valeri Guerásimov, el poderoso jefe del
Estado Mayor ruso, fue objeto de gran atención. El punto de partida del
análisis era que la frontera entre la guerra y la paz se había
difuminado, puesto que ya nadie declaraba la guerra. Guerásimov también
observaba que “el papel de medios no militares para alcanzar objetivos
políticos y estratégicos ha crecido y, en muchos casos, ha superado en
eficacia el poder de las armas”.
Dado que los recursos económicos de
Rusia son limitados y el equipo militar caro, Rusia tendrá que librar
las guerras en gran medida con medios militares no convencionales. Los
enfoques novedosos incluyen el comercio energético, la corrupción, las
redes sociales y el sistema judicial.
Gazprom ha cortado de modo intermitente el gas y elevado de modo
desorbitado su precio a los antiguos países comunistas, mientras que ha
sido un socio fiable en sus relaciones con los países de Europa
occidental. Los dos cortes de suministro llevados a cabo por Gazprom a
muchos países europeos en enero del 2006 y enero del 2009 tuvieron el
efecto positivo de hacer que la Unión Europea aprobara su tercer paquete
energético y la Unión de la Energía, que busca la seguridad del
suministro, la diversificación y la comercialización.
Por desgracia, el
proyecto del gasoducto Nord Stream 2, actualmente en construcción, va en
contra de esos principios. Un 80% de todo el gas que Rusia suministra a
la Unión Europea llegará por un solo sistema de gasoductos a través del
mar Báltico hasta Alemania, con el consiguiente peligro para la
seguridad del suministro y la competencia de los mercados. La Comisión
Europea debería prohibir ese proyecto puesto que viola la política
energética de la Unión Europea.
Una cleptocracia autoritaria
La gran diferencia entre el sistema soviético y la Rusia de
Putin es que Putin gobierna sobre una cleptocracia autoritaria. Ese
sistema de capitalismo mafioso es financieramente sofisticado y está
integrado en el sistema financiero global, aunque Rusia no tiene
verdaderos derechos de propiedad. En consecuencia, todos los rusos con
recursos transfieren sus ahorros al extranjero, donde están seguros. La
mayoría de los fondos rusos van a países con un Estado de derecho,
compañías anónimas y mercados financieros profundos.
Las propiedades
privadas rusas en el extran-jero ascienden, como mínimo, a 800.000
millones de dólares, algo más de la mitad del PIB del país. Se trata de
una ingente cantidad de dinero. Según una conjetura razonable, un tercio
de esos fondos pertenecen a Putin y sus amigos. Además, el Kremlin
controla las grandes corporaciones estatales y los fondos soberanos
rusos.
Con sus ingentes fondos internacionales, el Kremlin ya no compra
partidos ni países. En vez de eso, compra a unas pocas personas
influyentes de cada país europeo, lo cual es mucho más barato y más
efectivo. Para un político europeo uno o dos millones de dólares es
mucho dinero, pero no para lo cleptócratas del Kremlin.
A veces, esas
compras son abiertas y legales. Un destacado ejemplo es el antiguo
canciller alemán Gerhard Schröder, que se convirtió en presidente del
consejo de supervisión de Nord Stream nada más tener que abandonar su
cargo. Toomas Ilves, antiguo presidente de Estonia, ha acuñado el
término la “schröderización de Europa”.
Muchos otros relevantes
políticos europeos retirados trabajan como miembros de consejos de
supervisión o como asesores de compañías estatales rusas. Un ejemplo
notorio es el grupo Hapsburg de Paul Manafort, que respaldó al
presidente Yanukóvich. En otros casos, grandes empresarios rusos
proporcionan sus servicios al Kremlin en el exterior, como hacen de modo
destacado Oleg Deripaska en Estados Unidos e Ivan Savvidis en Grecia,
pero hay muchos otros.
La UE debe acabar con la “schröderización de Europa”
La Unión Europea debe acabar con todo esto. La mejor forma de
hacerlo es mediante la transparencia. En primer lugar, ningún país
comunitario debería seguir permitiendo la propiedad anónima. De acuerdo
con el cuarto paquete de lucha contra el blanqueo de dinero adoptado por
la Unión Europea, esa práctica debería quedar prohibida a finales del
2020. En segundo lugar, todos los políticos europeos de cierta categoría
deberían ser obligados a hacer públicos sus bienes e ingresos, como
hacen todos los ciudadanos escandinavos desde el siglo XVIII.
Esas
declaraciones deberían ponerse a disposición pública y no estar
limitadas, como ocurre en el Parlamento Europeo, a la entrega de un
docu-mento a una secretaría que no comprueba ni comenta nada. En tercer
lugar, la Unión Europea y todos sus países miembros deberían aprobar una
ley de Registro de Agentes Extranjeros como hizo Estados Unidos en 1938
para defenderse de la Alemania nazi, y dicha ley debería hacerse
cumplir de modo adecuado.
Los organismos de inteligencia rusos y sus contratistas han
demostrado ser muy hábiles en la utilización de las redes sociales para
manipular los debates públicos en muchos países. Hay que poner fin a
todo eso. Las redes sociales deben asumir su responsabilidad en el
control de sus plataformas o, de lo contrario, ser cerradas. La mayor
parte del blanqueo de dinero cesó cuando se obligó a los bancos a
aplicar el principio del “conocimiento del cliente”.
Del mismo modo, las
redes sociales deberían estar obligadas a realizar un adecuado control
de identidad de sus usuarios. Estar obligadas a bloquear los bots y
trols anónimos, y a asumir la responsabilidad editorial normal de
cualquier publicación. De modo similar, la publicidad política en las
redes sociales tiene que regularse, como ocurre en la televisión.
La Rusia de Putin no se preocupa por el Estado de derecho, pero
explota el sistema judicial internacional para extender la represión más
allá de sus fronteras. Rusia se ha hecho tristemente famosa por su mal
uso de Interpol y las notificaciones rojas. Ha emitido al menos siete
contra el banquero de inversión Bill Browder, quien ha denunciado las
flagrantes violaciones de los derechos humanos en Rusia.
Browder fue
detenido en España en el 2018 a petición de unas autoridades rusas que
actúan sin someterse a la ley. La Unión Europea debe poner orden a su
relación con la Interpol y las autoridades judiciales rusas. Podría
sencillamente abandonar ese organismo y usar sólo Europol, podría
censurar a Interpol o no hacer caso sin más de las notificaciones de
países como Rusia que no cumplen la ley.
El nuevo conflicto de Europa con Rusia presenta múltiples facetas. El
Kremlin lleva a cabo todo tipo de guerras híbridas innovadoras que no
llegan a convertirse en una guerra de verdad. La mejor respuesta de la
Unión Europea es el máximo de transparencia. La Unión Europea tiene que
centrarse en poner fin a la financiación política ilegal, la
manipulación de las redes sociales y el mal uso del sistema judicial.
(*) Economista sueco